viernes, 3 de septiembre de 2010

Sara Carbonero en el Diario Indiscreto

Las revistas se la rifan, no tiene tiempo ni de rizarse las pestañas en privado pero Sara, conmovida por mi lectura de su historia de amor ha tenido a bien dedicarme cinco minutos antes del telediario en la cafetería de Telecinco.

He llegado después de coger la ruta que las empresas audiovisuales de Madrid comparten para los curritos de la tele. Sales del metro y te subes a una especie de autobús para excursiones, sólo que en vez de ir a Cuenca a beber calimocho te vas a Globomedia a aparentar que trabajas. En este caso, a Telecinco.


Lo que pasará aquí dentro para que luego la tele sea como es.

Cuando llego y camino decidida hacia la puerta del templo televisivo de nuestros días, un conserje sale disparado de una garita para pararme como si yo fuese una talibana. Necesita mi DNI, me dice apurado. Vale, vale, le digo yo. ¿Y a qué viene? ¿Programa? No, yo vengo a hacer una entrevista. ¿A quién? A Sara Carbonero. Negación con la cabeza... Resoplido. Buena suerte.

Vaya, ¿tan horrible será? Camino hacia mi destino un poco menos emocionada y más acojonada que antes. Pero a mí no hay Sara Carbonero que se me ponga chulita. Me recompongo, respiro y me coloco el escote (no sé muy bien por qué). Allá voy.





Cuando le digo a la chica de recepción para qué he venido recibo otra cara del mismo palo. Mi natural indiscreción está empezando a aflorar, pero decido reprimirla. Y no pregunto nada porque yo solo soy indiscreta en la intimidad. Voy tras ella dejando que mis tacones impongan la autoridad que estoy perdiendo y camino por setecientos pasillos llenos de gente parapetada tras pantallas de ordenador, café chungo de máquina y cara de malas pulgas.

Y llegamos a la cafetería. Y de repente, algo muy brillante me ciega. No veo nada. Me estrujo los ojos (adiós rimel) y cuando los vuelvo a abrir, igual. ¿Pero que me pasa? Mira, en esta mesa la esperas. ¿Eh? Ah, vale. Bueno, pues aquí te dejo. Me siento como puedo. Suerte. La que habla es la recepcionista, que se va y yo que estoy ciega y en shock no puedo decirle que se quede. ¿Me estoy muriendo? En décimas de segundo mi vida pasa por mi ahora encogido cerebro; Zipi y Zape, mi primer beso, tartas de galletas... De repente; hola, qué tal. Es una voz amable. Hola, hago como que me incorporo hacia lo que creo que son unas sombras destelleantes, que de repente se convierten en cientos de lucecitas que brillan delante de mí. Me vuelvo a sentar: es lo más bonito que he visto en mi vida. Si es la muerte, para qué tanta historia. Si es Dios, es genial. No, no te levantes. Las lucecitas se sientan. ¿Estás bien? Soy Sara, perdona, es que no me acuerdo de tu nombre, se ve que es septiembre para todos. Hostia puta. Las lucecitas son la Carbonero. Es guapura lo que me nubla la vista. Y ni siquiera la veo. Y ahora qué hago. Um. Intento que mi voz aparente una normalidad que no tengo y digo hacia las luces, no te preocupes, es normal, yo misma a veces hasta me olvido de cómo me llamo yo, qué total, a quien le importa, jeje...

Y lo que siguió fue un intento de entrevista por mi parte en el que Sara me iba a hablar de cómo la visten y si le gusta ahora más la moda, y si va a hacer más colaboraciones con Pantene Pro-V y cuarenta rollos más del estilo.




Pero no me acuerdo de nada y lo que anoté en mi cuaderno es ilegible. Eso sí, fueron los mejores 5 minutos de mi vida. Me sentí en paz conmigo misma y con el mundo en general. Conecté con un ser superior que velaba por mí. Sentí como si mi cuerpo estuviese flotando sobre el Faro de Alejandría para caer a plomo después delante del Taj Mahal, donde un montón de hadas se peleaban por llevarme en volandas al País de Nunca Jamás. Mientras, una voz del color de los atardeceres entre Asia y Europa me decía cosas preciosas.

Una voz de pito rompió el hechizo diciendo algo así como Sara, empezamos ya. Y aquellos millones de lucecitas se posaron sobre mi mejilla mientras me decían, encantada de conocerte, ha sido un placer. Y me quede allí sola. Sin lucecitas. Me puse muy triste y como ya no tenia ni rimel ni nada, me dio igual que se me cayesen un par de lagrimones.

Caminé desolada hasta la salida. Las caras de malas pulgas ya me daban igual.

La recepcionista me vio pasar. Debería haberte avisado, comentó resignada.
No pasa nada, le dije yo. Lo entiendo.
Y me volví a subir en el autobús, pensando en cómo podría arreglármelas para, algún día, volver a ver a Sara otra vez.

1 comentario:

  1. me encaaaaaaaaanta! qué bonita visión..... debería leerlo ella misma

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